Breve introducción: A días de salir de viaje y con varios proyectos literarios en la cabeza, oliendo sahumerios, cocinando y escribiendo en casa todos los días, me encontré nuevamente escribiendo desde la piel de mi pequeño morocho (Cataqclismo, Antiguo de Shillen). Intentar dibujar un poco toda la historia que tengo guardada en recuerdos y trozos de .docs en la cabeza sería como intentar relatarles las Mil y una Noches en un solo párrafo, y no es que esté pecando de soberbia, sino que realmente tengo toda una larga y aburrida historia que contar. Solo quería aclarar al lector que se tome la molestia de leer esto que, si bien lo que está a continuación es un fragmento de una serie de relatos que, espero, vuelva a encontrarme escribiendo, estoy intentando forzar mi estilo hacia algo más serio y profesional. Así que, como siempre les digo, toda Crítica y corrección es bienvenida. Y espero disfruten leyendo tanto como yo lo hice escribiendo.
El desierto, inconmensurable enorme y cetáceo, se abría delante de él como el cadáver de una ballena a medio descuartizar. La arena, candente debajo de aquel sol abrasador, solo quemaba la planta de sus pies que se hallaba al descuido a cada paso, formando ligeros remolinos con el viento, formando cortinas de polvo que le cegaba por momentos. Avanzaba a tientas, como un ciego, pues a pesar del intenso calor y de la avanzada hora del día, el viento y el polvo en el aire le sofocaban, le desorientaban e intentaban tirarlo abajo en todo momento. Estaba cansado, sucio, hambriento y sediento… el sol quemaba sus energías como si le estuviesen marcando un hierro al rojo vivo en cada centímetro de su cuerpo, en sus músculos en su alma.
Pero aún así, seguía caminando.
No podía decir hacía cuanto que estaba en ese lugar. Por momentos parecían días, por las noches, siglos enteros. Trozos de recuerdos venían a su mente cada tanto, rostros amigos, delirios… el Desierto estaba comenzando a perturbar su ya desequilibrada psique, haciéndolo caminar en círculos, derrumbarse por las tardes y permanecer las heladas noches en el mismo estado. Contracción y dolor, mal descanso y permanente salida. Idas y venidas.
Sus ropas estaban completamente destrozadas por la erosión, demasiado maltratadas por la intemperie y el desgaste regular de la caminata. Hacía demasiado había perdido su calzado, y solo usaba vendas grisáceas por la suciedad para poder seguir caminando. Sus pies, además de sus ojos, eran las partes más maltratadas de su cuerpo.
Las primeras semanas se había preguntado qué era lo que realmente le había sucedido, cómo había acabado en un lugar tan extraño, tan bizarro… recordó los últimos eventos importantes de su vida: su decisión de extinguirse, su entrada, estadía y salida del Núcleo, su breve vuelta a la acción y su retiro supuestamente permanente en Heine. La ciudad que él siempre había amado y que había seleccionado para el retiro, junto a sus hijas, había terminado consumiendo la noción de rutina y generando un nuevo resplandor.
En ese punto había perdido toda noción de la realidad. No sabía qué había sucedido después, ni si había sucedido algo. Quizás siguiera durmiendo un sueño eterno; quizás hubiera muerto mientras dormía… o quizás el Núcleo había distorsionado tanto su mente como para traerle ese segmento de irrealidad al mundo real.
Nunca se había cuestionado tanto si lo que vivía era real como ahora. Gracias a su profesión y a sus extensos estudios, tenía noción y sabía que realmente había muchas más cosas ahí afuera de las que realmente se ven y se sienten: que los sentidos eran cinco, solamente, era la mentira más simple que había aprendido a descubrir.
Pero francamente, y mirando hacia atrás a los últimos acontecimientos de su existencia, esa barrera entre lo real, el producto de su mente y las visiones celestes ya se había roto hacía mucho. Por lo que sabía, podía ser que los últimos 500 años de su existencia no fueran más que el fruto bastardo de su imaginación enfermiza, sus íntimos y los que solían rodearle. Las Potestades solían enviar manifestaciones, pero de ahí a introducirse en la mente de alguien, había un paso demasiado grande, una zancada demasiado extensa como para que se tomaran la molestia.
Pero todos esos pensamientos habían sido hacía mucho tiempo, si es que el tiempo continuaba siendo una constante en aquel lugar. De lo único que estaba seguro, pensó recordando los métodos distintivos clásicos que le habían enseñado, era que estaba encerrado en aquella clase de lugar, aquella clase de colosal terreno arenoso en el que las únicas constantes eran el viento, el dolor y la arena. Además del paso de los días, que se continuaban como si el mundo tuviera un eco de normalidad que se repetía en el cambio del día a la noche, como si su antiguo planeta, su antiguo universo, fuera lo que él realmente recordaba y no el invento de su psique.
Las estrellas estaban congeladas hacía muchísimo: de todas las constelaciones que recordaba, no pudo identificar ninguna, y no se movían en absoluto. La luna estaba siempre en cuarto menguante, y jamás había una nube en el cielo: solo el mismo viento de siempre, helado de noche y ardiente de día. La única manera en que sabía que estaba avanzando en la misma dirección desde hacía mucho era porque el viento siempre soplaba en una sola dirección y no cambiaba en absoluto. Se había dado cuenta de aquello la segunda semana, cuando todavía contaba los días.
Había llegado a la conclusión de que el mundo en el que estaba, fuera cual fuera (de su invención o no), repetía siempre el mismo día, la misma fortaleza ígnea que era aquel desierto con las mismas estrellas y la misma luna, y sus condenados ribetes de viento. Había un caso de este tipo que él había visto hacía muchísimo, cuando era Oráculo: el encadenamiento cíclico de los días en uno solo, la realidad calcada o, como le gustaba llamarle, el síndrome del autómata. Las víctimas repetían siempre los mismos días y realizaban las mismas acciones, como los seres mecanizados que los Gigantes habían dejado eones atrás y que continuaban inalterables e indetenibles haciendo lo mismo que hacían cuando el mundo era joven.
Bueno, de ser él una víctima, lo más probable es que estuviera en Heine todavía, cuidado por Gólgota o Tyra, alguna de sus dos hijas, repitiendo la misma caminata estúpida todos los días, en una catatonia demasiado honda como para ser observada. Su parte razonante, su verdadero yo, estaría encerrado dentro de él mismo, en ese colosal desierto que representaba la total y completa desolación de la que era el único responsable y creador.
Finalmente, habría sucedido. Se volvió un simple y viejo drow loco, una persona que solo podía existir drenando la existencia de los demás. Sintió al viejo monstruo peludo de la ira en su pecho un par de veces al sentirse tan impotente.
“Yo, que dominé mundos enteros, domé colosales entidades…. Yo, que descorrí los velos y encendí las viejas hogueras… yo, que husmeé en los volúmenes prohibidos y fui autor de varios… yo, Cataqclismo, el hijo bastardo y olvidado de la Diosa, el único a quien ella torturó y amó hasta el paroxismo… no puedo salir de un callejón sin salida de mi propia mente?”
Era patético. Realmente patético.
Hacía mucho había dejado de mirar y contar el paso de los días. Usualmente caminaba hasta que se desmayaba de dolor y cansancio, y ya no le interesaba averiguar la razón de porqué todo eso sucedía. Simplemente deseaba la paz, y lo único similar a la paz que tenía en ese lugar era el sueño.
Que acudiera su Madre, su Amante y su Hija, y lo sacara de allí… necesitaba darle a su mente un poco de serenidad. Necesitaba probarse que todavía tenía un propósito por el cual vivir.
Ese día era particularmente caluroso. Era un día terrible, en el que la boca le rogaba por agua y todo su cuerpo se sacudía en espasmos irregulares, exigiendo alimento, refugio, descanso. Ese día cayó en pleno mediodía, y no pudo volver a levantarse. Pensó que al fin algo cambiaría la rutina de caminar siempre hasta el atardecer, y se alegró con un poco de cinismo: de todos modos, era mejor que esa inodora y segura rutina de siempre. La visión comenzaba a fallarle, mientras la arena le quemaba como cristal líquido y el Sol le perseguía como si fuera una alimaña que exterminar. Comenzó a silbar, desafinada y débilmente, intentando despejarse un poco la cabeza. Cerró los ojos un poco y trató de recordar bien la melodía, cuando sintió sobre sí el peso del alivio de una sombra que se proyectaba sobre su cuerpo.
Abriendo temblorosamente los ojos, fijó su vista sobre lo que fuera que estaba proyectando la sombra: desde hacía demasiado que no veía a nadie ni a nada. Trastornada por el cansancio en sus ojos, su vista le mostró la tenue figura femenina de alguien que se detenía mirándole con los brazos en jarra. No podía distinguir su rostro, puesto que los rayos del sol lo ocultaban del todo.
-Estás más viejo de lo que creía que ibas a estar- dijo una voz extrañamente familiar, una voz de mujer que hacía muchísimo que no oía.
Pero no oyó ni vio mas, puesto que las energías cedieron del todo y su cuerpo lo mandó a soñar los sueños del desmayo, nubes inestables y malvadas que lo llenaban de recuerdos tristes y de obvia nostalgia.
Su cuerpo estaba apoyado contra algo sumamente blando cuando despertó. Como las manos suaves de algodón que tiene el sueño de un descanso prolongado le cerraban los ojos todavía, bostezó y comenzó a desperezarse antes de volver del todo al mundo. Es que estaba soñando todavía, o aquello era cierto y bien real? No podía ser un sueño. Y, después de todo, si se había vuelto loco, aquello no sería más que un cambio en la trama luego de un buen tiempo en el desierto. Cuando se estiró un poco, las viejas cicatrices emitieron una queja muda: por lo menos, su cuerpo se acordaba de su pasaje por el desierto. Abriendo los ojos un poco luego del segundo bostezo, comenzó a mirar a su alrededor.
El desierto, inconmensurable enorme y cetáceo, se abría delante de él como el cadáver de una ballena a medio descuartizar. La arena, candente debajo de aquel sol abrasador, solo quemaba la planta de sus pies que se hallaba al descuido a cada paso, formando ligeros remolinos con el viento, formando cortinas de polvo que le cegaba por momentos. Avanzaba a tientas, como un ciego, pues a pesar del intenso calor y de la avanzada hora del día, el viento y el polvo en el aire le sofocaban, le desorientaban e intentaban tirarlo abajo en todo momento. Estaba cansado, sucio, hambriento y sediento… el sol quemaba sus energías como si le estuviesen marcando un hierro al rojo vivo en cada centímetro de su cuerpo, en sus músculos en su alma.
Pero aún así, seguía caminando.
No podía decir hacía cuanto que estaba en ese lugar. Por momentos parecían días, por las noches, siglos enteros. Trozos de recuerdos venían a su mente cada tanto, rostros amigos, delirios… el Desierto estaba comenzando a perturbar su ya desequilibrada psique, haciéndolo caminar en círculos, derrumbarse por las tardes y permanecer las heladas noches en el mismo estado. Contracción y dolor, mal descanso y permanente salida. Idas y venidas.
Sus ropas estaban completamente destrozadas por la erosión, demasiado maltratadas por la intemperie y el desgaste regular de la caminata. Hacía demasiado había perdido su calzado, y solo usaba vendas grisáceas por la suciedad para poder seguir caminando. Sus pies, además de sus ojos, eran las partes más maltratadas de su cuerpo.
Las primeras semanas se había preguntado qué era lo que realmente le había sucedido, cómo había acabado en un lugar tan extraño, tan bizarro… recordó los últimos eventos importantes de su vida: su decisión de extinguirse, su entrada, estadía y salida del Núcleo, su breve vuelta a la acción y su retiro supuestamente permanente en Heine. La ciudad que él siempre había amado y que había seleccionado para el retiro, junto a sus hijas, había terminado consumiendo la noción de rutina y generando un nuevo resplandor.
En ese punto había perdido toda noción de la realidad. No sabía qué había sucedido después, ni si había sucedido algo. Quizás siguiera durmiendo un sueño eterno; quizás hubiera muerto mientras dormía… o quizás el Núcleo había distorsionado tanto su mente como para traerle ese segmento de irrealidad al mundo real.
Nunca se había cuestionado tanto si lo que vivía era real como ahora. Gracias a su profesión y a sus extensos estudios, tenía noción y sabía que realmente había muchas más cosas ahí afuera de las que realmente se ven y se sienten: que los sentidos eran cinco, solamente, era la mentira más simple que había aprendido a descubrir.
Pero francamente, y mirando hacia atrás a los últimos acontecimientos de su existencia, esa barrera entre lo real, el producto de su mente y las visiones celestes ya se había roto hacía mucho. Por lo que sabía, podía ser que los últimos 500 años de su existencia no fueran más que el fruto bastardo de su imaginación enfermiza, sus íntimos y los que solían rodearle. Las Potestades solían enviar manifestaciones, pero de ahí a introducirse en la mente de alguien, había un paso demasiado grande, una zancada demasiado extensa como para que se tomaran la molestia.
Pero todos esos pensamientos habían sido hacía mucho tiempo, si es que el tiempo continuaba siendo una constante en aquel lugar. De lo único que estaba seguro, pensó recordando los métodos distintivos clásicos que le habían enseñado, era que estaba encerrado en aquella clase de lugar, aquella clase de colosal terreno arenoso en el que las únicas constantes eran el viento, el dolor y la arena. Además del paso de los días, que se continuaban como si el mundo tuviera un eco de normalidad que se repetía en el cambio del día a la noche, como si su antiguo planeta, su antiguo universo, fuera lo que él realmente recordaba y no el invento de su psique.
Las estrellas estaban congeladas hacía muchísimo: de todas las constelaciones que recordaba, no pudo identificar ninguna, y no se movían en absoluto. La luna estaba siempre en cuarto menguante, y jamás había una nube en el cielo: solo el mismo viento de siempre, helado de noche y ardiente de día. La única manera en que sabía que estaba avanzando en la misma dirección desde hacía mucho era porque el viento siempre soplaba en una sola dirección y no cambiaba en absoluto. Se había dado cuenta de aquello la segunda semana, cuando todavía contaba los días.
Había llegado a la conclusión de que el mundo en el que estaba, fuera cual fuera (de su invención o no), repetía siempre el mismo día, la misma fortaleza ígnea que era aquel desierto con las mismas estrellas y la misma luna, y sus condenados ribetes de viento. Había un caso de este tipo que él había visto hacía muchísimo, cuando era Oráculo: el encadenamiento cíclico de los días en uno solo, la realidad calcada o, como le gustaba llamarle, el síndrome del autómata. Las víctimas repetían siempre los mismos días y realizaban las mismas acciones, como los seres mecanizados que los Gigantes habían dejado eones atrás y que continuaban inalterables e indetenibles haciendo lo mismo que hacían cuando el mundo era joven.
Bueno, de ser él una víctima, lo más probable es que estuviera en Heine todavía, cuidado por Gólgota o Tyra, alguna de sus dos hijas, repitiendo la misma caminata estúpida todos los días, en una catatonia demasiado honda como para ser observada. Su parte razonante, su verdadero yo, estaría encerrado dentro de él mismo, en ese colosal desierto que representaba la total y completa desolación de la que era el único responsable y creador.
Finalmente, habría sucedido. Se volvió un simple y viejo drow loco, una persona que solo podía existir drenando la existencia de los demás. Sintió al viejo monstruo peludo de la ira en su pecho un par de veces al sentirse tan impotente.
“Yo, que dominé mundos enteros, domé colosales entidades…. Yo, que descorrí los velos y encendí las viejas hogueras… yo, que husmeé en los volúmenes prohibidos y fui autor de varios… yo, Cataqclismo, el hijo bastardo y olvidado de la Diosa, el único a quien ella torturó y amó hasta el paroxismo… no puedo salir de un callejón sin salida de mi propia mente?”
Era patético. Realmente patético.
Hacía mucho había dejado de mirar y contar el paso de los días. Usualmente caminaba hasta que se desmayaba de dolor y cansancio, y ya no le interesaba averiguar la razón de porqué todo eso sucedía. Simplemente deseaba la paz, y lo único similar a la paz que tenía en ese lugar era el sueño.
Que acudiera su Madre, su Amante y su Hija, y lo sacara de allí… necesitaba darle a su mente un poco de serenidad. Necesitaba probarse que todavía tenía un propósito por el cual vivir.
Ese día era particularmente caluroso. Era un día terrible, en el que la boca le rogaba por agua y todo su cuerpo se sacudía en espasmos irregulares, exigiendo alimento, refugio, descanso. Ese día cayó en pleno mediodía, y no pudo volver a levantarse. Pensó que al fin algo cambiaría la rutina de caminar siempre hasta el atardecer, y se alegró con un poco de cinismo: de todos modos, era mejor que esa inodora y segura rutina de siempre. La visión comenzaba a fallarle, mientras la arena le quemaba como cristal líquido y el Sol le perseguía como si fuera una alimaña que exterminar. Comenzó a silbar, desafinada y débilmente, intentando despejarse un poco la cabeza. Cerró los ojos un poco y trató de recordar bien la melodía, cuando sintió sobre sí el peso del alivio de una sombra que se proyectaba sobre su cuerpo.
Abriendo temblorosamente los ojos, fijó su vista sobre lo que fuera que estaba proyectando la sombra: desde hacía demasiado que no veía a nadie ni a nada. Trastornada por el cansancio en sus ojos, su vista le mostró la tenue figura femenina de alguien que se detenía mirándole con los brazos en jarra. No podía distinguir su rostro, puesto que los rayos del sol lo ocultaban del todo.
-Estás más viejo de lo que creía que ibas a estar- dijo una voz extrañamente familiar, una voz de mujer que hacía muchísimo que no oía.
Pero no oyó ni vio mas, puesto que las energías cedieron del todo y su cuerpo lo mandó a soñar los sueños del desmayo, nubes inestables y malvadas que lo llenaban de recuerdos tristes y de obvia nostalgia.
Su cuerpo estaba apoyado contra algo sumamente blando cuando despertó. Como las manos suaves de algodón que tiene el sueño de un descanso prolongado le cerraban los ojos todavía, bostezó y comenzó a desperezarse antes de volver del todo al mundo. Es que estaba soñando todavía, o aquello era cierto y bien real? No podía ser un sueño. Y, después de todo, si se había vuelto loco, aquello no sería más que un cambio en la trama luego de un buen tiempo en el desierto. Cuando se estiró un poco, las viejas cicatrices emitieron una queja muda: por lo menos, su cuerpo se acordaba de su pasaje por el desierto. Abriendo los ojos un poco luego del segundo bostezo, comenzó a mirar a su alrededor.
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